Nicola Chiaromonte, “La stampa”, 10 de abril de 1969 . Traducido de la versión francesa de Olivier Favier por Manuel Jiménez Friaza
View article
View summary
La violencia está inscrita en el alma humana porque es inherente al mundo y al lugar del hombre en el mundo. Podríamos decir que el origen de la violencia en el hombre es la rebelión instintiva contra el hecho de encontrarse encerrado en una condición no elegida, la de una criatura que sufre ante todo -antes de empezar a sufrir a causa de tal o cual mal concretos- de una restricción sin remedio, que le lleva a estar siempre en un estado de penuria, de privación y de opresión. Si las cosas fueran de otra manera, es decir, si la violencia en el mundo humano fuera un hecho de naturaleza animal, los excesos monstruosos que podemos esperar de la violencia en el caso del hombre no tendrían explicación. La ferocidad de un Hitler o un Stalin no tienen nada que ver con la satisfacción de ningún instinto bestial: es genuinamente humana, debida a la intención malvada de franquear a cualquier precio los límites de la humanidad común. En este sentido, el impulso de la violencia no es más fuerte en el individuo privilegiado por la riqueza o el poder que en el caso del pobre o el oprimido. El hombre es violento porque su condición primigenia es violenta (o se le aparece como tal). Esta no cambia nunca, puesto que no hay ningún individuo al que el destino, antes incluso que los demás hombres, no haya privado, ni priva a cada instante, de todo lo que no es.
En cierto sentido, el primer acto de violencia es el cometido por Prometeo contra la voluntad de Zeus por venir en ayuda de los hombres necesitados y «errantes en el gran bosque de la tierra fresca». Para procurarse lo necesario, el hombre debe arrancárselo a la Naturaleza, violar su orden, devastar no sólo el reino vegetal y el animal sino la sociedad de sus semejantes. Y lo necesario para el hombre no acaba nunca: «No deja a la Naturaleza más que lo estrictamente necesario y la vida del hombre no tendrá más que valor que el de una bestia…»1, dice el Rey Lear.
La violencia del hombre es insaciable e infinita, como bien sabemos nosotros, que hemos instaurado (o casi) el reino del hombre sobre la Naturaleza, hemos tergiversado de tal manera su orden mismo que hemos puesto en peligro la misma soberanía de la que nos vanagloriamos. Catástrofe atómica, contaminación atmosférica, intervenciones bioquímicas o quirúrgicas sobre las fuentes mismas de la vida o sobre las operaciones del espíritu, empezamos a sospechar que hemos alcanzado los límites más allá de los cuales solo hay caos; pero ni siquiera por eso nos detenemos.
Sin embargo, debemos reconocer en esto la obra de la necesidad. No sirve de nada decir que la Historia habría seguido un curso distinto si no hubiera ocurrido esto, pongamos, el desencadenamiento de violencia guerrera que siguió a la Revolución Industrial, con Napoleón y las consecuencias de la aventura napoleónica que llegan, ciertamente, hasta Hitler y no parecen haber terminado todavía. La serie de coincidencias que nos han traído al punto en el que estamos en lugar de a una tesitura más feliz, muestra, justamente, una necesidad de la que no podemos escapar. Es ciertamente fácil pensar en una eventualidad más propicia que la que nos ha tocado, pero el hecho es que las posibilidades, en el curso de los acontecimientos, son, en cada momento, innumerables y comprenden tanto lo peor como lo mejor. La elección no depende de nosotros, ni incluso si está bien lo que hemos hecho: dicho de otra manera, todos juntos hacemos nuestra propia historia. Ni siquiera la divinidad es responsable, dice Platón.
La violencia, pues, es intrínseca a la condición de las cosas y del hombre. Pero la locura de quienes exaltan la violencia, de aquellos que afirman hoy «sin violencia no se consigue nada» (eco de la famosa frase de Marx «la violencia es la partera de la Historia»2) consiste en el hecho de que se erigen en principio de razón lo que es un hecho constitutivo del destino humano, y, como tal, escapa a toda razón. Desde luego, hacer de lo que escapa a nuestra razón un principio de razón y acción es, además de una contradicción lógica, una desastrosa transgresión.
Quienes así piensan no ven que de la violencia a la que cede el hombre, a la cual se puede ver constreñido, con la que se compromete totalmente como si fuera un principio creador, no se sigue solo para él la posibilidad de sobrevivir, de existir, de organizar, sino que ya tiene en su origen, al mismo tiempo, la némesis que golpea cualquier empresa humana, y más violentamente las más violentas. Y es solo de la consciencia de esta némesis -dejando aparte su situación esencialmente insoluble porque es independiente de la voluntad humana- como puede surgir en el individuo lo que llamamos «sentido del límite» y de la medida: la sabiduría.
Y la sabiduría no consiste solamente en que la violencia desemboca inevitablemente en el caos (siendo, más bien, la irrupción del caos en la existencia), es necesario ponerle el límite más riguroso, sino que significa eventualmente la renuncia a toda voluntad de dominio sobre los demás y sobre la naturaleza. Es evidente que tal renuncia no podrá ser, en cualquier caso, más que cosa de unos pocos. Pero es a estos pocos, capaces de reflexión a fin de cuentas, a quienes se les ha confiado no ya el poder sino la responsabilidad de la vida civil.
Por otro lado, si es verdad que, de hecho, no existen ningún orden civil que no tenga su origen en la violencia y que esté, por tanto, viciado, lo es también que el principio del orden civil y de la supervivencia misma de la sociedad no se deben del todo a la violencia, sino a sus opuestos: la educación, el sentido común, la delicadeza inteligente. Estas son las virtudes que se oponen a la violencia y la autoridad, la suavizan. Y debilitándolas en este sentido es cuando el hombre es capaz no solo de crear obras de arte o de beneficio público sino también de construir esta cohabitación pacifica de donde extrae su verdadera fuerza: la de sentirse sostenido no solo por sus semejantes sino la del poder insondable del que todo el mundo sabe que dependen su propia suerte y la de la comunidad.
Las civilizaciones, para acabar, no perecen solo por las violencias que pueden golpearlas desde fuera sino sobre todo debido a aquellas que tienen su origen en ellas mismas, que anidan en su seno y puede explotar en forma de guerras o revoluciones: dicho en otros términos, por la injusticia no atendida. Podemos afirmar que Grecia murió por no haber sabido confederarse contra el poder macedonio, pero debemos constatar también, al mismo tiempo, que había sido ya destruida moral y socialmente -como Tucídides muestra de forma tan lúcida- por la voluntad de imperio y de violencia inmoderadas que la habían poseído durante la Guerra del Peloponeso.
La mayoría será arrastrada siempre por el ejemplo de la violencia, o permanecerá ante ella puesto que lo que la violencia promete siempre es la liberación inmediata del yugo de la necesidad y la opresión. Se trata de la capacidad de resistir frente a ella. Los momentos de abatimiento y confusión como los que estamos atravesando son más favorables a su influencia de lo que se piensa, porque el abatimiento y la confusión de hoy son debidas en gran medida al ejemplo de la violencia triunfante desde hace medio siglo, un ejemplo del que la actual exaltación de la violencia no es más que una de sus secuelas.
1.« Allow not nature more than nature needs,/ Man’s life’s as cheap as beast’s. »Acto II Escena 4. ↩
2. «La violencia (Gewalt) es la partera (Geburtshelfer) de toda vieja sociedad preñada de una nueva. Es, en sí misma una potencialidad (Potenz) económica», K. Marx, Das Kapital, Erster Band, in Marx Engels Werke, Band 23, Berlin, Dietz Verlag, 1986, p. 779, tr. fr. de J.-P. Lefebvre, Paris, PUF, 1983, pp. 843-844. La lectura de Nicola Chiaromonte pone el énfasis casi exclusivamente en las interpretaciones que ha provocado esta frase, más que en la frase misma.
En cierto sentido, el primer acto de violencia es el cometido por Prometeo contra la voluntad de Zeus por venir en ayuda de los hombres necesitados y «errantes en el gran bosque de la tierra fresca». Para procurarse lo necesario, el hombre debe arrancárselo a la Naturaleza, violar su orden, devastar no sólo el reino vegetal y el animal sino la sociedad de sus semejantes. Y lo necesario para el hombre no acaba nunca: «No deja a la Naturaleza más que lo estrictamente necesario y la vida del hombre no tendrá más que valor que el de una bestia…»1, dice el Rey Lear.
La violencia del hombre es insaciable e infinita, como bien sabemos nosotros, que hemos instaurado (o casi) el reino del hombre sobre la Naturaleza, hemos tergiversado de tal manera su orden mismo que hemos puesto en peligro la misma soberanía de la que nos vanagloriamos. Catástrofe atómica, contaminación atmosférica, intervenciones bioquímicas o quirúrgicas sobre las fuentes mismas de la vida o sobre las operaciones del espíritu, empezamos a sospechar que hemos alcanzado los límites más allá de los cuales solo hay caos; pero ni siquiera por eso nos detenemos.
Sin embargo, debemos reconocer en esto la obra de la necesidad. No sirve de nada decir que la Historia habría seguido un curso distinto si no hubiera ocurrido esto, pongamos, el desencadenamiento de violencia guerrera que siguió a la Revolución Industrial, con Napoleón y las consecuencias de la aventura napoleónica que llegan, ciertamente, hasta Hitler y no parecen haber terminado todavía. La serie de coincidencias que nos han traído al punto en el que estamos en lugar de a una tesitura más feliz, muestra, justamente, una necesidad de la que no podemos escapar. Es ciertamente fácil pensar en una eventualidad más propicia que la que nos ha tocado, pero el hecho es que las posibilidades, en el curso de los acontecimientos, son, en cada momento, innumerables y comprenden tanto lo peor como lo mejor. La elección no depende de nosotros, ni incluso si está bien lo que hemos hecho: dicho de otra manera, todos juntos hacemos nuestra propia historia. Ni siquiera la divinidad es responsable, dice Platón.
La violencia, pues, es intrínseca a la condición de las cosas y del hombre. Pero la locura de quienes exaltan la violencia, de aquellos que afirman hoy «sin violencia no se consigue nada» (eco de la famosa frase de Marx «la violencia es la partera de la Historia»2) consiste en el hecho de que se erigen en principio de razón lo que es un hecho constitutivo del destino humano, y, como tal, escapa a toda razón. Desde luego, hacer de lo que escapa a nuestra razón un principio de razón y acción es, además de una contradicción lógica, una desastrosa transgresión.
Quienes así piensan no ven que de la violencia a la que cede el hombre, a la cual se puede ver constreñido, con la que se compromete totalmente como si fuera un principio creador, no se sigue solo para él la posibilidad de sobrevivir, de existir, de organizar, sino que ya tiene en su origen, al mismo tiempo, la némesis que golpea cualquier empresa humana, y más violentamente las más violentas. Y es solo de la consciencia de esta némesis -dejando aparte su situación esencialmente insoluble porque es independiente de la voluntad humana- como puede surgir en el individuo lo que llamamos «sentido del límite» y de la medida: la sabiduría.
Y la sabiduría no consiste solamente en que la violencia desemboca inevitablemente en el caos (siendo, más bien, la irrupción del caos en la existencia), es necesario ponerle el límite más riguroso, sino que significa eventualmente la renuncia a toda voluntad de dominio sobre los demás y sobre la naturaleza. Es evidente que tal renuncia no podrá ser, en cualquier caso, más que cosa de unos pocos. Pero es a estos pocos, capaces de reflexión a fin de cuentas, a quienes se les ha confiado no ya el poder sino la responsabilidad de la vida civil.
Por otro lado, si es verdad que, de hecho, no existen ningún orden civil que no tenga su origen en la violencia y que esté, por tanto, viciado, lo es también que el principio del orden civil y de la supervivencia misma de la sociedad no se deben del todo a la violencia, sino a sus opuestos: la educación, el sentido común, la delicadeza inteligente. Estas son las virtudes que se oponen a la violencia y la autoridad, la suavizan. Y debilitándolas en este sentido es cuando el hombre es capaz no solo de crear obras de arte o de beneficio público sino también de construir esta cohabitación pacifica de donde extrae su verdadera fuerza: la de sentirse sostenido no solo por sus semejantes sino la del poder insondable del que todo el mundo sabe que dependen su propia suerte y la de la comunidad.
Las civilizaciones, para acabar, no perecen solo por las violencias que pueden golpearlas desde fuera sino sobre todo debido a aquellas que tienen su origen en ellas mismas, que anidan en su seno y puede explotar en forma de guerras o revoluciones: dicho en otros términos, por la injusticia no atendida. Podemos afirmar que Grecia murió por no haber sabido confederarse contra el poder macedonio, pero debemos constatar también, al mismo tiempo, que había sido ya destruida moral y socialmente -como Tucídides muestra de forma tan lúcida- por la voluntad de imperio y de violencia inmoderadas que la habían poseído durante la Guerra del Peloponeso.
La mayoría será arrastrada siempre por el ejemplo de la violencia, o permanecerá ante ella puesto que lo que la violencia promete siempre es la liberación inmediata del yugo de la necesidad y la opresión. Se trata de la capacidad de resistir frente a ella. Los momentos de abatimiento y confusión como los que estamos atravesando son más favorables a su influencia de lo que se piensa, porque el abatimiento y la confusión de hoy son debidas en gran medida al ejemplo de la violencia triunfante desde hace medio siglo, un ejemplo del que la actual exaltación de la violencia no es más que una de sus secuelas.
1.« Allow not nature more than nature needs,/ Man’s life’s as cheap as beast’s. »Acto II Escena 4. ↩
2. «La violencia (Gewalt) es la partera (Geburtshelfer) de toda vieja sociedad preñada de una nueva. Es, en sí misma una potencialidad (Potenz) económica», K. Marx, Das Kapital, Erster Band, in Marx Engels Werke, Band 23, Berlin, Dietz Verlag, 1986, p. 779, tr. fr. de J.-P. Lefebvre, Paris, PUF, 1983, pp. 843-844. La lectura de Nicola Chiaromonte pone el énfasis casi exclusivamente en las interpretaciones que ha provocado esta frase, más que en la frase misma.
Conversation Features
Loading...