Las emociones toman el mando de nuestro cerebro cuando nos vemos envueltos en situaciones extraordinarias. Eso quiere decir que el equilibrio habitual entre instintos, emociones y razón se rompe, se produce una desconexión entre uno y otro
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En un artículo de Ignacio Morgado, publicado en Sin Permiso, se plantea un tema interesante: las emociones toman el mando de nuestro cerebro cuando nos vemos envueltos en situaciones extraordinarias. Eso quiere decir que el equilibrio habitual entre instintos, emociones y razón se rompe, se produce una desconexión entre uno y otro. Morgado pone el siguiente caso como punto de partida. Aunque es un poco extenso, no me resisto a transcribirlo. Se trata de un un accidente que tuvo lugar en Nueva Inglaterra (EE UU) en 1848. Phineas Gage, un joven de 25 años, era el capataz de una brigada de obreros que construían una nueva línea de ferrocarril.
De carácter serio y responsable, Phineas organizaba los trabajos y la convivencia entre sus compañeros, procurando que la obra progresase y que las cosas fuesen bien en todo momento. El 13 de septiembre, cuando él y otros compañeros perforaban una roca, se produjo una deflagración accidental. La barra de hierro con la que compactaban la pólvora introducida en una perforación salió disparada como una lanza alcanzando de lleno el rostro de Phineas. Le entró por su mejilla izquierda y le salió por la parte frontal de su cabeza destruyendo a su paso las neuronas de su corteza orbitofrontal, principal comunicación entre estructuras emocionales del cerebro, como la amígdala, y estructuras racionales, como la corteza prefrontal. La desconexión emoción-razón estaba pues servida. ¿Qué fue de Phineas?
Sus heridas sangraban y quedó conmocionado y confuso, pero no llegó a perder el conocimiento. Inmediatamente sus compañeros le atendieron y le llevaron al pueblo cercano donde el médico local poco más pudo hacer que limpiarle y vendarle esas heridas. Tendido en su cama, en los días que siguieron mostró algunas convulsiones y sollozos, gestos y expresiones verbales incoherentes. No murió. Poco a poco fue recuperándose, pero, sorprendentemente, su personalidad y su conducta quedaron profundamente alteradas para el resto de su vida. Cuando por fin pudo erguirse y salir nuevamente a la calle, su comportamiento era irreflexivo, nervioso e irresponsable. Gritaba y gesticulaba con frecuencia sin atender a razones. Exigía las cosas a gritos y expresaba con intensidad desmesurada cualquiera de sus emociones. Era grosero, maleducado y difícil de soportar. Su conducta irracional ya no conectaba con la de sus compañeros de trabajo y parecía sentirse mejor en compañía de los animales que de otras personas.
Tras advertirnos el autor de que esta disociación entre los dos cerebros se puede producir sin que medien lesiones orgánicas, sino, digamos, de forma funcional debido a circunstancias extremas, nos aporta la comparación entre los hundimientos de dos cruceros transatlánticos, muy conocido uno: el del Titanic, en 1912, y menos el otro, el del Lusitania, en 1915. Respecto al Titanic se nos explica que, pese a la desesperación y caos reinantes (murieron 1.517 personas), el salvamento se realizó con "cierta racionalidad y respeto a las normas sociales y a las autoridades del buque": primero se rescataron los niños, las mujeres, los ancianos y los enfermos y, por último, los jóvenes y los adultos sanos. Y lo más inimaginable hoy en día: ¡respetando la prelación de las clases sociales!
El Lusitania, en plena Gran Guerra, fue torpedeado por un submarino alemán y, entre sus 1.198 víctimas, estaba el músico español Enrique Granados. Pero en este caso, el "sálvese quien pueda" fue la norma y solo salvaron su vida los más fuertes o afortunados. ¿Por qué ocurrieron las cosas de forma tan diferente en dos naufragios de buques muy parecidos técnicamente y con un porcentaje de supervivientes y muertos semejante?
Morgado cita los resultados de una investigación (de la que, sin embargo, no da la fuente) de científicos suizos y australianos que demuestra que el factor diferencial no fue ni la guerra ni el nivel cultural de los viajeros, sino el tiempo que duró el hundimiento:: 2 horas y 45 minutos en el caso del Titanic y solo 18 minutos en el naufragio del Lusitania. La premura con que sucedió todo hizo que entre los pasajeros de este transatlántico, la razón (en esta ocasión, el sentido común, la ayuda mutua, el respeto de las normas sociales) no tuviera tiempo para tomar el control sobre las emociones (el miedo, el instinto de supervivencia), lo que sí ocurrió en luego, el demorado irse a pique del Titanic.
A mí me ha llamado poderosamente la atención este planteamiento, que no se me habría ocurrido nunca. Desde luego, sí el hecho de que las emociones nos embargan en muchas más situaciones de las que somos conscientes. Ocurre, por ejemplo, y además de forma muy general, entre los inversores de Bolsa. De hecho, parece que es lo más común: dejarse llevar por el miedo o el pánico, la codicia, o cosas tan peregrinas como el encariñarse con un valor, aunque los datos objetivos adviertan de que se está hundiendo como el Titanic. Por supuesto, el lector es consciente de que eso también ocurre con los números de las loterías o los resultados de las quinielas; con cualquier apuesta, sea dineraria o de relaciones personales y políticas.
No hay que olvidar que los lóbulos frontales de nuestro cerebro, el cerebro "nuevo" es relativamente reciente en la evolución humana y los procesos racionales que tienen ahí su sede, solo a duras penas embridan y controlan nuestros instintos y sentimientos, que son siempre infinitamente más rápidos y automáticos. Quizá esta sea la razón última de que los procesos civilizatorios (la paz, la justicia o la equidad...) sean tan desesperadamente lentos. Eso explicaría la sensación muy común de que siempre estamos hundiéndonos y de que las advertencias de la razón siempre llegan al límite del tiempo o, definitivamente, tarde.
Entre saberes olvidados como el de Paracelso y los científicos actuales hay una fuerte unidad de fines: el intento de dominar la naturaleza mediante el conocimiento. Pero hay algo importante que se ha perdido desde los alquimistas hasta ahora: la búsqueda de las relaciones secretas, de naturaleza analógica, entre el microcosmos y el macrocosmos, el hombre y el universo. En otro tiempo se llamó magia...
Las preguntas sobre en qué consiste una vida digna para los seres humanos son siempre insidiosas y están enmarañadas con los prejuicios ideológicos, filosóficos o religiosos de quien las hace o de quien las responde. Eso propicia que, por ejemplo, la lucha por la vida, por la subsistencia mediante el trabajo, su búsqueda, el miedo a su pérdida nos distrae, a veces de forma definitiva, de eso que podemos llamar, para entendernos, tener una vida digna, una vida buena.
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Solo asegurando esa "vida buena", puede el hombre cumplir su naturaleza de animal curioso, de animal interrogante, de animal que habla. El filósofo español Víctor Gómez Pin ha dedicado muchas páginas a ello. De la mano de Aristóteles, en primer lugar, con el fin de responder a una pregunta fundamental en nuestra cultura: ¿qué es la filosofía? Si es un pensar sobre cosas que a todos nos afectan, cosas en las que, quizá, nos vaya la vida, ¿todos podemos filosofar, preguntarnos por el mundo y nuestro lugar en él? Y, si no es asi, ¿qué lo impide? Pero no ha dejado de hacerlo echando mano de los saberes matemáticos y científicos: es el único que ha sido capaz, que yo sepa, de indagar en los problemas de la libertad y la necesidad o determinismo, con la ayuda teórica de la física cuántica...
Leamos, en primer lugar, lo que decía Aristóteles sobre este saber -que es un no saber, que se maravilla y pregunta, más que responde- de carácter tan extraordinario con sus mismas palabras (puestas en español por el mismo Gómez Pin en su libro Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen, Madrid, 2008):
... Pues los hombres empiezan y empezaron siempre a filosofar movidos por el estupor. Al principio, su estupor es relativo a cosas muy sencillas, pero mas poco a poco el estupor se extiende a más importantes asuntos, como fenómenos relacionados con la Luna y otros que conciernen al Sol y las estrellas y también al origen del universo. Y el hombre que experimenta estupefacción se considera a sí mismo ignorante (de ahí que incluso el amor de los mitos sea, en cierto sentido, amor de la sabiduría, pues el mito está relacionado con cosas que dejan al que escucha estupefacto). Y puesto que filosofan con vistas a escapar a la ignorancia, evidentemente buscan el saber por el saber, y no por un fin utilitario. Y lo que realmente aconteció confirma esta tesis. Pues solo cuando las necesidades de la vida y las exigencias de confort y recreo estaban cubiertas, empezó a buscarse un conocimiento de este tipo, que nadie debe buscar con vistas a algún provecho. Pues así como llamamos libre a la persona cuya vida no está subordinada a la del otro, así la filosofía constituye la ciencia libre pues no tiene otro objetivo que sí misma.
Lo que nos aleja de esta "ciencia libre" es la propaganda ya milenaria que nos hace creer que la lucha por la subsistencia forma parte de una realidad (mentirosa, pues se fundamenta solo en nuestra fe en ella) natural y dada para siempre que condena, como no puede ser de otra manera, a la filosofía como un saber inútil. Es esa misma fe la que nos hace envidiar y odiar a los ociosos que buscan el cumplimento de la condición humana haciendo las preguntas a que les mueve su estupefacción.
Víctor Gómez Pin ha concretado más estas ideas en muchas entradas de su blog y en artículos de prensa. Tomo uno de ellos -cuya versión en formato PDF embebo en esta entrada- como referencia para terminar de desplegar esta reflexión compartida ("pensar con" lo llamaba el añorado Eugenio Trías). Fue publicado por el diario El País el 27 de marzo del 2012 y lleva como significativo título "Reducción del animal humano". Tras constatar en el arranque que si la lucha por la vida se convierte en nuestro único fin y actividad, la dignidad de nuestra entorno se deteriora y lo específico de nuestra condición "animal" queda "mutilada" en su capacidad de conocer y de simbolizar, sigue con estas palabras esclarecedoras:
Pues bien, precisamente cuando las medidas económicas apagan el alma de los ciudadanos, cuando la sumisión a agotadoras jornadas laborales tiene doloroso contrapunto en la ausencia de trabajo (o en el pánico a perderlo) se impone como exigencia política el restaurar la pregunta sobre la esencia de la condición humana y la tarea que correspondería a tal condición.
La alusión que hace después a la curiosidad innata de los niños, sus deseos acuciantes de descubrir y explorar se merece una segunda lectura, y más preguntas: ¿cómo es que, al poco tiempo, esos deseos e interrogaciones desaparecen?, ¿quién o qué es culpable? Y así volvemos al punto de partida: lo que mutila el cumplimiento de nuestra naturaleza de seres de lenguaje y razón es la necesidad perentoria de trabajar y llenar el tiempo con ocio que es trabajo que es cansancio que es "falta de tiempo". Del mismo modo, el zoon politicón tampoco tiene tiempo para atender a la ciudad (en sentido griego), al espacio público (por decirlo con una expresión de la neolengua). En palabras de Gómez Pin: "Enorme regresión, no ya respecto a los proyectos emancipatororios de la modernidad, sino también respecto a la concepción de los ciudadanos que tenían los griegos.". Nuestro filósofo terminan denunciando, en términos más duros, el hecho de que "es simplemente insoportable que la polaridad entre trabajo embrutecedor y pavor a perder tal vínculo esclavo se haya convertido en el problema subjetivo esencial, en el problema mayor de la existencia.
Converge así con algunas voces, procedentes en su mayoría de los proyectos anarquistas, que claman por la abolición del trabajo esclavo asalariado en un mundo en el que nuestras máquinas -que tanto trabajo han costado- son capaces de encargarse de ello. Hace ya muchos años que alguien tan poco sospechoso de izquierdismo o radicalidad como Luis Racionero, escribió un libro, en los años 80 -cuando el paro empezó a convertirse en un problema social masivo-, que se llamaba Del paro al ocio. Aunque lejos de los planteamientos que desarrollamos aquí, Racionero reivindicaba el unamuniano "que inventen ellos", y reivindicaba la recuperación del placer y el disfrute tradicionalmente mediterráneos frente al mito de la laboriosidad más propiamente nórdico y protestante.
Es cuento viejo, como se ve, tanto como el tiránico orden social deshumanizador, en sentido literal, que imposibilita de tal manera el cumplimiento de nuestra naturaleza, por tanto tiempo diferida y abolida.
Escrito en 2015 a raíz de la lectura de un ensayo de John Gray, [i]La comisión para la inmortalización[/i], sobre el espiritismo en la generación de intelectuales y científicos victorianos a que también perteneció Darwin. Otro día volveré sobre la investigación [i]científica[/i] tan particular de la que se habla en este libro.
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Teniendo a la vista el Darwin más descarnado, queda en entredicho que el animal humano suponga un avance respecto a las demás especies. Queda negada también la idea de "progreso" tan entremetida en nuestro imprinting político. El hecho clave de la evolución, tal como la describe Darwin, es que no tiene objetivo. En sus palabras:
No parece que haya más esquema en la variabilidad de los seres orgánicos y en la acción de la selección natural que en la dirección en que sopla el viento.
Sin embargo, hasta el mismo Darwin reaccionó ante una idea tan desconsoladora. En la última página de El origen de las especies leemos:
De momento podemos echar una mirada profética al futuro para vaticinar que será la especie común y ampliamente difundida, perteneciente a los grupos más grandes y dominantes dentro de cada clase, la que al final prevalecerá y procreará especies nuevas y dominantes (...), podemos estar seguros de que la sucesión ordinaria por generación no se ha roto ni una sola vez, y que ningún cataclismo ha asolado el mundo entero. Por lo tanto cabe esperar con cierta seguridad un futuro seguro de larga duración. Y como la selección natural funciona únicamente por y para el bien de cada ser, todos los atributos corpóreos y mentales tenderán a evolucionar hacia la perfección.
Ni el mismo Darwin aceptó plenamente las consecuencias de su propia teoría, que nos deberían hacer tan extremadamente humildes. De hecho, las versiones de la evolución más populares no son del propio Darwin. Herbert Spencer, uno de los profetas del capitalismo, fue el que acuñó la expresión "supervivencia del más fuerte". Fue Lamark, por su parte, quien creó la versión de que los rasgos adquiridos durante la vida de un organismo serían heredados por la siguiente generación. Él también creía que la evolución se dirigía hacia la perfección. El Antropoceno en que vivimos, y sus consecuencias, entre ellas la posible desaparición de nuestra especie, el corte civilizatorio a que nos ha traído el capitalismo (hijo bastardo del darwinismo social) supondrían un enorme desengaño para el Darwin más acomodado y para los darwinistas. (Todo esto, a raíz de la lectura de un ensayo de John Gray, La comisión para la inmortalización, sobre el espiritismo en la generación de intelectuales y científicos victorianos a que también perteneció Darwin. Otro día volveré sobre la investigación científica tan particular de la que se habla en este libro).
Entre saberes olvidados como el de Paracelso y los científicos actuales hay una fuerte unidad de fines: el intento de dominar la naturaleza mediante el conocimiento. Pero hay algo importante que se ha perdido desde los alquimistas hasta ahora: la búsqueda de las relaciones secretas, de naturaleza analógica, entre el microcosmos y el macrocosmos, el hombre y el universo. En otro tiempo se llamó magia...